Entrevista a Carlos López Otín. “Tenemos más de 17.000 enfermedades y hay que abordarlas, pero muchas podrían evitarse si primero se pone en práctica la medicina de la salud”

 Entrevista a Carlos López Otín, catedrático de Medicina Molecular e investigador oncológico.

Carlos López-Otín (Sabiñánigo, 1958) dedica tanto tiempo a las letras como a las ciencias. “La herencia y la identidad de lo que somos están en cuatro letras, pero 3.000 millones de veces en cada una de nuestras células. Eso da para construir los 8.000 millones de seres humanos que estamos hoy aquí; todos distintos”. Pocos científicos pueden presumir de ser capaces de enseñar con tanta pasión los misterios de la Biología con un lenguaje poético.

“Me he dedicado a enseñar lo que he aprendido antes, lo que mis mentores y maestros me enseñaron, pero no solo en la universidad. También lo que he aprendido de la vida”, refiere el científico. Porque, asegura, no se ha quedado nada para él: “He tratado de transmitirlo todo, al igual que hacen los genes. No es solo educar en los principios abstractos de la biología molecular y el desciframiento de genomas. Esto es maravilloso, pero hay que hacerlo atractivo”.

Considerado el detective asturiano del cáncer, halló junto a su equipo 60 genes humanos y fue el codirector del proyecto que permitió secuenciar el genoma de la leucemia más común. Avances, entre otros que quedaron plasmados en la Trilogía de la vida, formada por La vida en cuatro letrasEl sueño del tiempo y Egoístas, inmortales y viajeras. De forma escueta y precisa lo resume en “somos un milagro molecular, esto es lo que he aprendido en mi vida”.

En su última obra, La levedad de las libélulas (Paidós), reivindica los valores de la medicina preventiva y el abordaje de la salud mental. Y para ello escoge como escenario París, donde reside actualmente. A lo largo del libro, el catedrático de Bioquímica y Biología Molecular consigue conversar con grandes nombres de la Historia ligados a avances científicos, como Leonardo Da Vinci, James Ewing o Alois Alzheimer.

Abandonó su Oviedo de adopción y marchó a la ciudad de la luz de la mano del biólogo alemán Guido Kroemer. “He trabajado en su laboratorio, donde hemos avanzado mucho”, señala. Reconoce que tras lo sucedido con su campaña de desprestigio necesitaba recuperar la “serenidad y la creatividad. Para eso nada mejor que en un ambiente en el que estoy cerca de mi mejor estímulo intelectual, Kroemer, una de las dos personas a las que dedico el libro [la otra es Natalia Vega]”.

¿Por qué escogió una libélula como protagonista?
En parte es un homenaje a Borges. Las libélulas son criaturas míticas, vienen de muy atrás en el tiempo. Son veloces, con un sistema visual capaz de dotarles de una visión panorámica amplísima del mundo. Su nombre deriva del latín libela, que significa balanza. Quien le puso el nombre estuvo muy acertado, porque se dio cuenta de que el equilibrio es su cualidad. Vuelan en todas las direcciones: para delante, para atrás, para arriba, para abajo. Se detienen el aire, se nutren del viento. Tienen muchos dones.

¿Qué podemos aprender de ellas?
Mucho. Tardan muchos meses, incluso años, desde la puesta de los huevos hasta que eclosionan. Pero después todo lo tienen que hacer en dos meses. Es muy bonito el ejemplo que ofrecen: la vida es para vivirla. Ese es el propósito, y tenemos un plazo. Algunos quieren ser inmortales, pero llegar a los 100 años ya es un logro maravilloso de la especie humana. No hace falta ser inmortales. La libélula no lo necesita, porque vendrán otras después. Es un ser vivo que nos recuerda al mismo tiempo su extrema fragilidad y el equilibrio. Nosotros también tenemos muchísimas capacidades, la evolución cultural nos ha regalado lo que a nadie le ha dado la evolución biológica. Y, sin embargo, somos frágiles, somos vulnerables, somos arrogantes, somos ignorantes.

¿Qué tienen en común el hombre de Vitrubio de Leonardo Da Vinci y una libélula?
Justo eso, el equilibrio. Quizás es un insecto al que no le hemos prestado mucha atención, pero a través del libro se puede uno imaginar cómo puede ser el hombre hoy: vive en un perfecto desequilibrio total. Leonardo amaba las libélulas y pudo captar el distinto movimiento de las alas delanteras y traseras gracias a su capacidad visual. Si todos tuviéramos este poder, tendrían que cambiar la manera en las que pasan las películas en la tele o en la sala de cine, porque lo veríamos distorsionado.

Se fue para alejarse del ruido. ¿Convivimos con una sociedad en la que se fomenta y descuida por ello el impacto en la salud mental?
A veces hay situaciones que son negativas y, por tanto, hay que evitar el ruido y la toxicidad. En la actualidad, su peor forma es la humana. Además del ruido físico, hay uno social que se genera de muchas maneras. Cómo nos relacionamos influye mucho.

El subtítulo del libro reza ‘Hacia la medicina de la salud’. ¿Ha perdido la profesión médica actual el carácter preventivo que predicaban los griegos?
Sí. No debemos olvidar que la Medicina es las dos caras: la que cura la enfermedad, pero también la que la previene. Tenemos más de 17.000 enfermedades y hay que abordarlas, pero muchas podrían evitarse si primero se pone en práctica la medicina de la salud. Epidauro ya recetaba un reposo sanador, los ayunos, las dietas muy equilibradas, el descanso nocturno… Hoy esto parece que es un lujo que se obtiene en lugares que los recetan y se rompe la equidad propia de la Medicina. Y esto es grave.

Aquí interviene el concepto de determinante social. ¿Cómo marca a la sociedad en materia sanitaria?
La salud es más que un derecho básico. Ahora la disyuntiva es hambre u obesidad. Antes había desnutrición, hoy hemos progresado hacia la malnutrición. ¿Por qué? Porque los alimentos más baratos son los que más nos perjudican. Y no podemos dar lecciones a quienes no tienen acceso a los sanos.

“La salud es el silencio de nuestro cuerpo”. ¿Por qué solo somos conscientes de ella cuando nos falta?
Se trata de la cultura de la vida que nos debe enseñar a responsabilizarnos de nuestro diálogo cotidiano con el ambiente que nos rodea. Un mal diálogo no es solo porque tomemos sustancias tóxicas, es también por la manera en la que interaccionamos con el resto de los humanos. Cuando vamos al médico normalmente es porque ya tenemos algún naufragio. No nos fijamos en ella hasta que la perdemos y normalmente no es de golpe. De repente, un día tenemos una ligera molestia. Yo lo llamo rumor, una murmuración interior. Después, algo que ya no es un rumor, que no ha desaparecido y que crece en intensidad. El volumen del ruido sube y, al final, se convierte a veces en un sonido atronador que nos puede costar la vida. Es en ese momento en el que vamos al médico y nos hacen las pruebas necesarias. Entonces, te das cuenta de que la salud es el bien más preciado, pero muy provisional.

Llegados a este punto, ¿ha renunciado a su sueño de ejercer la medicina familiar y comunitaria?
No del todo. Lo conseguí a través de mi hija. He visto cómo la practica y es conmovedor su compromiso.

Lo mencionaba al principio: “Vivir 100 años es un logro maravilloso”. ¿Cómo ve que este hecho se haya convertido en un fin más que científico?
En los medios, por lo general, se sigue dando portadas y espacio al último que dice que vamos a ser más viejos que las tortugas. No lo entiendo, porque no hay base científica para eso. Y, además, desde un punto de vista social es innecesario. Nosotros [Kramer y él] hemos escrito los artículos más citados del envejecimiento. A mí ya no me preguntan, porque siempre decía que no nos va a hacer inmortales haber descubierto o definido un nuevo marco de pensamiento sobre el envejecimiento. ¿Para qué hemos hecho eso? Para que multimillonarios crean que pueden intervenir en la vida, no. Lo hemos hecho para entender mejor las enfermedades asociadas al paso del tiempo. Esta disonancia es lo que nos abruma y merece una reflexión, lejos de la toxicidad humana, en la que lo prioritario hoy es defenderte, como en los tiempos en los que la vida era brutal y sórdida. Pilar Pérez (DM)

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