La Covid-19 activa los circuitos del miedo
Cuando te dicen que basta respirar o hablar para expulsar un virus peligroso y muy contagioso es para echarse a temblar.
El miedo es un resorte visceral con cierto efecto protector, pero que requiere autocontrol para que no ofusque la vida.
La revista The Primary Care Companion for CNS Disorders recogía este mes de mayo el caso de un varón de Nueva Delhi, de 28 años, con estudios universitarios y un nivel socioeconómico medio-alto, que acudió al Hospital Guru Teg Bahadur, en la capital india, con un cuadro de ansiedad, disnea, dolor torácico episódico, sudoración excesiva, temblor corporal, sequedad de boca y miedo inminente a la muerte. Al comprobar que su situación fisiológica era normal, se le derivó al departamento de psiquiatría. Tras una evaluación detallada, se le diagnosticó trastorno de pánico. El factor desencadenante fue leer y escuchar continuamente noticias sobre la pandemia. Sin antecedentes psiquiátricos ni síntomas del virus ni conductas de riesgo, le preocupaba la situación mundial, su propio riesgo y el de su familia. Un poco de psicoeducación y unas pastillas de paroxetina le restablecieron al cabo de dos semanas.
El SRAS-CoV-2 no solo ha activado estados de alarma, tormentas de citocinas y hospitales de campaña, sino también una oleada de miedo, con suicidios, ansiedades y angustias. Empezó con la compra compulsiva de papel higiénico -símbolo quizá de probable disfunción intestinal por ataques de pánico-, se afianzó con el lavado de manos, el confinamiento y la infodemia incansable de muertos y contagiados, y se está prolongando con las mascarillas, los guantes y el distanciamiento social, y sobre todo con la tragedia económica que se ha generado.
Según una carta publicada en abril en Psychiatry Research, por Kang Sim, del Instituto de Salud Mental de Singapur, y Eduard Vieta, de la Universidad de Barcelona, en las compras compulsivas subyace “un conflicto entre el deseo de mantener rutinas regulares versus la incertidumbre de la duración de la pandemia que limita el acceso a las necesidades diarias, lo que lleva a la ansiedad y a la compra de pánico para calmar el conflicto”. Es “un acto de preservación de uno mismo y de la familia”. También apuntan a “una reacción en respuesta a la pérdida de control sobre el futuro, a una conciencia de nuestra propia vulnerabilidad”.
Respuesta defensiva
Como reacción visceral, fisiológica, “el miedo es parte de la respuesta defensiva de los animales ante una amenaza”, sintetiza en The Conversation España, Enrique Lanuza, profesor de Biologia Celular, Biología Funcional y Antropología Física de la Universidad de Valencia. “Maximiza la supervivencia del individuo y, por tanto, tiene una importante ventaja adaptativa. No es de extrañar que los circuitos del cerebro que median la respuesta de miedo, como la amígdala, estén muy conservados en todos los mamíferos”.
La amenaza del coronavirus ha activado esos circuitos. Sin embargo, precisa Lanuza, “nuestro comportamiento defensivo no ha evolucionado para responder a este tipo de amenazas. Estamos preparados para responder a predadores, fundamentalmente huyendo a refugiarnos o (si no hay más remedio) peleando, pero no para responder a virus. Para protegernos de amenazas como la del coronavirus la selección natural nos ha dotado de un buen sistema inmune, y no de comportamiento defensivo. Así que, aun siendo lo más normal del mundo tener miedo, nuestra amígdala no nos ayuda demasiado en esta situación”.
Amplificadores del riesgo
Siglos de convivencia con epidemias de todo tipo no han remodelado el cerebro o adaptado las costumbres humanas, seguramente para no bajar la guardia. Se toleraban como una forma de fatalismo existencial. Hasta el siglo XX, las enfermedades infecciosas eran la primera causa de mortalidad, y hoy siguen causando el 15% de las muertes en el mundo. La OMS registra este mismo año dos centenares de epidemias de diversa entidad, desde el Ébola al dengue, pero, al ocurrir en países menos desarrollados, apenas se les presta atención en el mundo occidental.
En cambio, la rápida extensión mundial del SRAS-CoV-2, su novedad y su relativa letalidad, hacen que “la severidad percibida sustituya a la probabilidad de ocurrencia”, escribe en The Conversation France Marie-Eve Laporte, del IAE París-Escuela de Negocios de la Sorbona. En particular, la incertidumbre es un profundo amplificador del riesgo percibido. Y la Covid-19, a diferencia de otras enfermedades más mortales, mejor conocidas y en parte evitables, aúna su condición potencialmente mortal, su difícil detección y control, sus continuas sorpresas clínicas y su desconocimiento para desatar el pánico.
El confinamiento, añade Laporte, intensifica además la dimensión de la pérdida de tiempo, y de dinero, en un mundo hasta entonces de actividad frenética. Y la amplificación mediática y de las redes sociales alimenta la psicosis social. “No solo el volumen de información, con independencia de su veracidad y calidad, sino la dramatización, el empleo continuo de resortes emocionales”, y la globalización, con el ranking mundial diario de muertos y contagiados. La comunicación política tiene entonces que hacer equilibrios en la cuerda floja para que los ciudadanos respeten las normas de protección y no pierdan la esperanza en la recuperación.
La noche de las bestias
Esa invasión política de la esfera privada, la declaración de pandemia y los estados de emergencia, con sus patrullas y sanciones, refuerzan la angustia social. H. T. Biana, de la Universidad de La Salle en Manila (Filipinas), cuenta en la revista Public Healt que en Cainta, Rizal, una provincia al norte de Manila, los funcionarios locales señalan el comienzo del toque de queda con la alarma de la película de terror The Purge: la noche de las bestias (2013), en la que en una sociedad distópica el régimen político permite la “purga anual”: una noche al año en la que se puede cometer cualquier clase de crimen, incluso el asesinato, sin tener que responder ante la justicia.
Tales apelaciones al miedo, con su coacción psicológica, tienen empeño pedagógico, advierte Biana. “Como pionero en el tema, el psiquiatra de la Universidad de Rutgers (EEUU) Howard Leventhal explica que la comunicación que despierta el miedo es una herramienta que a menudo se usa para persuadir a otros para que actúen y se comporten de cierta manera. Los padres la usan para disciplinar a los niños; los jefes para impulsar la productividad del personal. Incluso los médicos emplean ‘medicina basada en el miedo’ cuando intentan convencer a los pacientes de conductas saludables”. Las gráficas advertencias en los paquetes de cigarrillos son un ejemplo palmario. “Como dijo una vez el olímpico irlandés John Treacy, “el miedo es un gran motivador”. Empuja nuestros instintos de supervivencia a toda velocidad”.
Aun así, Biana reclama un análisis serio sobre la ética de tales intervenciones de comunicación de salud pública, sobre si violan ciertos derechos morales y legales que las personas consideran inviolables, según la ética kantiana. “Se podría argumentar que las tácticas de miedo son aceptables en tiempos de crisis siempre y cuando exijan a grandes segmentos de la población, que están en riesgo moderado, que adopten prácticas de reducción de riesgo para influir en aquellos que tienen mayor peligro. Tal razón quizás se base en el principio utilitario de hacer lo que mejor promueva el mayor beneficio para el mayor número”. Para preservar el ideal kantiano de adecuación, sugiere que estas apelaciones al miedo “deberían usarse exclusivamente cuando los estudios piloto indiquen que mejoran la eficacia” de los fines perseguidos, en este caso la protección de vidas humanas.
Aunque tenga utilidad social, educativa y moral, y a veces sea inevitable, alentar el miedo, vivir con miedo, no es lo más deseable, pues condiciona, recorta, la libertad humana, interior y exterior. Aun con la muerte en los talones, y con un rollo de papel higiénico, por si acaso, vencer el pánico, sobreponerse a su ofuscación, aclara las ideas y fortalece el ánimo propio y ajeno. Médicos y sanitarios de todo el mundo, y muchos otros profesionales, desde policías a cajeras de supermercados, lo están haciendo de modo admirable en estos tiempos de pandemia. Que esta pesadilla global, con sus miedos y esperanzas, deje lecciones duraderas e inolvidables es otra cuestión. José R. Zárate (DM)