Inquieta ver a gente en los balcones aplaudiendo excesos policiales, o pidiendo multas, o defendiendo confinamientos más estricto
Por Jordi Nieva-Fenoll, catedrático derecho procesal UB
Es inevitable. Cuando oímos la noticia del contagio o muerte de un ser querido se activa una emoción: el miedo, o incluso el pánico. Entonces todos deseamos medidas más duras. Confinamientos aún más estrictos o terribles sanciones, también penales. Se buscan culpables y sospechosos. Queremos protegernos como sea.
En estos días, desgraciadamente, casi todos hemos recibido la noticia de la enfermedad o muerte de un ser querido, o al menos de alguna persona famosa. Y nos tortura la idea de que el siguiente puede ser uno mismo, u otros amigos o familiares. No es un problema de esta época. Ni siquiera antes de la existencia de la penicilina estaban acostumbrados a la muerte, mucho menos a la muerte de masas. Aceptar la muerte como un hecho natural no es algo que forme parte de nuestra cultura, sino al contrario. Nos es imposible verlo de otra manera. Es un sentimiento que arraiga en nuestro instinto de supervivencia, lo más básico que tiene cualquier ser vivo, inclusive los virus.
El Derecho, sin embargo, existe precisamente para que no caigamos en la lógica de los instintos. Es el mecanismo que históricamente nos ha prohibido, o al menos condicionado, que cada cual se tome la justicia por su propia mano. Nos ha ido bastante bien. El Derecho nos ha hecho vivir mejor, ha ordenado nuestras sociedades, ha desenmascarado a enemigos imaginarios, nos ha igualado y nos ha dado derechos. Y lo más importante de todo, nos ha dado derechos humanos.
Los derechos humanos, precisamente, nacieron para protegernos de una gravísima amenaza que la población había aceptado durante demasiado tiempo: el poder omnímodo de los dirigentes. Los gobiernos ordenan nuestra vida, pero gracias al hecho de tener parlamentos hacemos oír nuestra voz, que deben cumplir los gobiernos. Y cuando no lo hacen, tenemos un fenomenal escudo protector para defendernos de sus excesos: los derechos humanos. Es una barrera infranqueable. Ninguna autoridad del Estado puede superarlos, ni ir por encima de ellos.
Por eso es tan importante defenderlos siempre y en toda situación. Cuando tenemos problemas y no podemos solucionarlos por nosotros mismos, buscamos que alguien nos ayude. Cuando se muestra dispuesto a hacerlo, queremos que tenga todas las herramientas necesarias para hacer lo que nosotros queremos. Es entonces cuando nos molesta que nuestro protector encuentre barreras. Y cuando ese alguien es el Estado y esta barrera son los derechos humanos, pocos son los que en situaciones límite son capaces de levantar la voz en contra del consenso general, llamando la atención de que ni el pánico ni ninguna otra circunstancia nos pueden hacer renunciar a los derechos humanos, nuestra esencial protección.
Porque si renunciamos puntualmente a ellos, abrimos una brecha, y es enorme el peligro de que los gobiernos quieran colarse a través de ella aboliendo después todas nuestras conquistas sociales. Lo harían porque de esa forma desaparecen los límites y pueden hacer con nosotros lo que quieran. Así fue en el mundo en general hasta el siglo XVIII, cuando en EEUU -casi- por primera vez se implementó una declaración de derechos. Muchos europeos de la época fueron a visitar entonces aquel nuevo país, simplemente para conocer la libertad, según decían literalmente.
Recuerdo cuando varios actores de la política británica querían intentar evitar aplicar el resultado del referéndum del ‘brexit’. Quizá tenían razón, porque el ‘brexit’ parece aciago. Pero muchos ciudadanos, incluso contrarios al ‘brexit’, gritaron: “¿quién os habéis creído que sois?!” Porque el pueblo debe ser respetado cuando habla.
Echo de menos estas reacciones entre nosotros. Me inquieta ver a gente en los balcones aplaudiendo excesos policiales, o pidiendo multas, o defendiendo confinamientos más estrictos que, a diferencia del resto del mundo –salvo China–, no nos permitan ni salir a la calle a dar cuatro pasos en solitario, como muchos han interpretado que es el caso, a pesar de ser jurídicamente más que dudoso que algo así se pueda ordenar en un estado de alarma. Algunos incluso piden herramientas de control de movimientos de los ciudadanos como las de la dictadura china…
No se combate la enfermedad con menos derechos humanos, sino con más investigación científica y más medios sanitarios, ambos campos subfinanciados hasta el ridículo durante los últimos años. ¿Por qué nadie pide a las autoridades más pedagogía antes de que multas, y más concreción de las medidas a los gobiernos, como se hace en otros países?