Bienvenida sea la inteligencia artificial
Por Salvador Macip. Director de los Estudios de Ciencias de la Salud de la UOC y catedrático de medicina molecular de la Universidad de Leicester.
La IA no es ni buena ni mala, como cualquier tecnología depende de cómo se usa. Debemos encontrar cómo utilizarla para avanzar más deprisa.
Es una conversación que no se puede evitar estos días: ¿cómo afecta la llegada de la inteligencia artificial (IA) a nuestro trabajo? Yo veo este impacto a diferentes niveles (investigación, docencia, medicina y literatura) y, una vez superada la alarma inicial, mi impresión es que chatbots como el ChatGPT de OpenAI son una sacudida que hacía mucha falta en todos estos ámbitos.
En investigación, hacía tiempo que sacábamos provecho a las herramientas que nos proporciona la IA, pero a finales del 2020 vivimos una revolución similar a la que estamos viendo ahora en otras áreas, cuando el software AlphaFold demostró que podía predecir la estructura de cualquier proteína con una exactitud próxima a experimentos que necesitan meses de trabajo y máquinas que cuestan millones. En lugar de tomárnoslo como la pérdida de puestos de trabajo para miles de expertos y la muerte de la biología estructural, una disciplina con más de cien años de historia, AlphaFold se incorporó rápidamente a los protocolos como complemento de estudios que se tienen que hacer todavía de la manera tradicional, cosa que ha permitido acelerar trabajos clave para el descubrimiento de nuevos fármacos. En este campo, pues, el debate sobre la amenaza de la IA parece superado.
En cuanto al mundo de la docencia, las habilidades que tiene el ChatGPT para contestar preguntas que no requieren análisis son espectaculares, y esto ha dejado al descubierto las debilidades del sistema educativo actual, a menudo basado en la memorística y la recopilación acrítica de datos. Cuando, hace unos días, diseñaba el trabajo final de la asignatura que imparto en el último curso de biomedicina en la Universidad de Leicester, y que es una parte importante de la nota, tuve que dar un paso nuevo: entrar la pregunta en ChatGPT para ver si la resolvía. Y lo hizo, pero con un aprobado justo. La modifiqué un poco y entonces ya no pasó el corte. El truco es simple: pedir al estudiante cosas que no puede hacer una máquina.
La educación ha ido tendiendo hacia una zona de confort, fruto de bajar el nivel de los requisitos necesarios para progresar. Pero, de primaria a la universidad, la escuela tendría que ser un viaje que activara la capacidad de razonar, conectar y reflexionar, de integrar información para conseguir una visión imaginativa que proponga nuevas soluciones e interpretaciones, no un lugar donde simplemente se enseña a recopilar y regurgitar datos. Ahora que hemos visto que esto ya lo hace un software, tenemos que volver a poner énfasis en entrenar a los cerebros para hacer lo que hacen mejor: pensar.
En medicina, la IA ya es capaz de proponer posibles diagnósticos a partir de un listado de síntomas. Esto no anuncia la desaparición de la figura del médico, al contrario: con este trabajo inicial ya hecho, tendría que tener más tiempo para invertir en la parte humana de la medicina, la que hemos perdido a medida que al sistema público se le recortaban los recursos y se iba sobrecargando. Tratar a un enfermo como a una persona y no como una serie de cifras tendría que ser la habilidad esencial de la profesión. Que una IA pueda sacar buena nota en un examen MIR nos tiene que obligar a repensar cómo definimos lo que hace que alguien sea un buen médico.
La IA no es ni buena ni mala, como cualquier tecnología depende de cómo se usa. Pretender que no existe o mirar de restringir su uso es tan imposible como contraproducente. Igual que hemos integrado internet en todos los ámbitos, hasta el punto que ahora no sabríamos prescindir, tenemos que encontrar la manera de utilizar la IA para poder avanzar más rápido. Es cómo si hace 50 años hubiéramos prohibido usar calculadoras por miedo a que nos entumecieran las neuronas, en lugar de verlas como un instrumento para liberarnos de tareas que nos impedían invertir tiempos en actividades más creativas.
El ejemplo del AphaFold se tendría que trasladar a otras disciplinas: en lugar de temer a la IA, lancémonos de cabeza al reto. Tenemos que celebrar la popularización de las herramientas de IA porque nos obligan a redefinir cómo trabajamos y, sobre todo, cómo educamos. Es una oportunidad de oro para dejar de ver a las personas como máquinas y de deshumanizar a los estudiantes para que se conviertan en estas máquinas. Es el empujón que necesitamos para volver a usar las zonas del cerebro que hemos permitido que se enrocaran.
Acabo con la literatura. De momento, la IA no puede rivalizar con la creatividad humana funcionando al máximo de revoluciones, solo produce refritos de ideas que hace tiempo que circulan. Pero esto no tendría que ser un gran obstáculo porque, de hecho, muchos de los libros más vendidos ya parecen escritos por una IA. Quizás aquí es donde notaremos menos diferencias.