El destape: adiós al anonimato
Por José R. Ubieto, psicólogo
Llevar la mascarilla durante tanto tiempo nos ha convertido a todos en personajes involuntarios de una escena teatral inédita. Como en la obra de Pirandello, buscábamos –sorprendidos y asustados– a un autor que nos diera vida, un autor (el que inventa soluciones) con respuestas a innumerables preguntas. Todavía, a día de hoy, la pieza está inconclusa puesto que falta el desenlace final.
La mascarilla ha sido en la pandemia nuestra persona, una pantalla para velar el rostro y, al tiempo, representarnos socialmente. De allí su doble eficacia, como destacaron los antropólogos (Mauss): la de asignarnos un rol social –en este caso, el de ciudadanos frágiles y responsables– y la de proteger el rostro evitando el contagio. Enmascarados, nos igualábamos en el miedo y, de paso, nos manteníamos distantes, sin apenas mostrar detalles de nuestros propios signos expresivos (aburrimiento, ira, tristeza, duda, vergüenza), refugiados ante la mirada de los otros. Sacrificábamos parte de la interacción y a cambio disfrutábamos de un relativo anonimato. Cuando el rostro se desvelaba en las sesiones Zoom, lo recuperábamos, pero también allí llegó la fatiga y la costumbre de apagar la pantalla para seguir en ese fundido en negro.
Ellas han sido, pues, nuestro refugio –junto a la distancia física, la virtualidad y el confinamiento más estricto– y a diferencia de las máscaras rituales, inquietantes porque convocan a los ancestros y conmemoran su muerte, las mascarillas tratan de ahuyentarla. De ahí nuestro fácil y rápido consentimiento.
Ha llegado el momento del adiós, de desprenderse de esa protección, de perder algo de la distancia y recuperar el contacto, y con él el contagio humano habitual, donde la expresión de los afectos nos alegra y, a veces –cuando nos desborda– nos perturba y embaraza. Ya no podemos velar esos signos, estamos un poco más desnudos, pero también más próximos. Por eso, el destape será en tiempos diferentes, según cada cual juzgue lo que quiere mostrar y lo que puede soportar del contagio colectivo. Y también en lugares diferentes, más fácil con distancia o en la intimidad conocida que en los espacios densos y desconocidos. Sin obviar que, en esta pandemia, todavía no conocemos el deadline y, por tanto, toda vuelta atrás siempre es posible (Israel).
El tiempo y las decisiones colectivas precipitaran a los dubitativos, como ya pasó con las vacunas. Cuando seguir llevándola implique más delatar nuestro miedo, y ya no proteja nuestro anonimato, volveremos a la máscara cotidiana, la del rostro habitual, esa que nos permite también otra manera de pasar desapercibidos o, si lo preferimos, interpretar un papel más protagonista. La expresión de los afectos nos alegra y, a veces, nos perturba: ahora ya no podemos velar esos signos.