Cuando la mente crea un salvavidas
La sublimación es uno de los procedimientos que empleamos para transformar lo que nos amenaza o nos frustra en algo tangible, creativo o de utilidad social
Por David Dorenbaum, psiquiatra.
Ahora que el coronavirus provoca vivencias que no pueden ser captadas en su totalidad por los sentidos, el infinito natural subyacente del arte romántico, inspirado en lo sublime, podría simbolizar figurativamente la inminencia de la adversidad que nos acosa. El naufragio, que William Turner completó en 1805, se convierte en alegoría no solo de la cualidad de lo inmensurable, sino también de lo que sentimos. El filósofo Edmund Burke en 1757 lo definió como un efecto que figura entre las emociones más intensas que la mente es capaz de sentir, “todo lo que opere de una manera análoga al terror es una fuente de lo sublime, es un sentimiento aterrador, pero deseado”. Lo diferencia de lo bello, que carece del aspecto de terror. Burke insiste en que una representación fiel de lo sublime, como sería la imagen de un mar tempestuoso, nos ofrece una distancia física segura de lo que se representa. Más precisamente, la emoción surge tan pronto como estamos fuera de peligro, pero aun temblando. Es, sustancialmente, como echar un vistazo a la nada constitutiva del ser.
Lo sublime y la sublimación van de la mano. Lo sublime nos permite captar, por así decir, el aspecto más revelador de la sublimación en nuestras propias sublimaciones cotidianas —no es una facultad única de los grandes artistas—. Es uno de los procedimientos que la mente emplea para transformar lo que nos amenaza, frustra o provoca agresividad, al engendrar un sentido de reapertura que permite superar sentimientos de estancamiento. Nos da distancia de lo que sentimos y que simultáneamente atrae y da pavor; tiene el potencial de transformar ese infinito en algo controlable, concebible y, aunque provoca ansiedad, no nos tambalea. La transformación implícita en la sublimación es similar a la que ocurre con los sueños, que, al generar orden y significado a partir del caos, nos devuelven nuestra capacidad de pensar. “Ordenar el caos, esto es creación”, propone el poeta Apollinaire.
Su potencial transformativo se pone de manifiesto en el sentido que tiene para la química: es un proceso a través del cual se pasa de un estado sólido de la materia a gases sin necesidad de transitar por el estado líquido. La cola del cometa es un ejemplo: sus rocas viajeras al aproximarse al Sol se calientan y los gases que tienen congelados se subliman y generan su estela. Sublimar es transformar, escribe el psicoanalista Giuseppe Civitarese en su libro sobre el tema: “Hay una conexión obvia entre el significado alquímico de sublimación y el de la transformación psíquica”.
La sublimación es un mecanismo inconsciente de la mente postulado por Freud —va desde hacer una buena sopa en momentos difíciles hasta la creatividad artística de Leonardo da Vinci—. El psicoanalista Donald Winnicott propone que la primera actividad sublimatoria es el juego del niño. Se dice que un instinto está sublimado en la medida en que se transforma y se orienta hacia un nuevo objetivo, que por lo general es altamente valorado y socialmente aceptable. Es una válvula de escape para los impulsos que nos amenazan y crean angustia ante su inminente liberación. La sublimación podría ser de utilidad en esos momentos en que nos sentimos saturados, al borde de una explosión y ante la inminente descarga de emociones que pueden ser dañinas; en lugar de volcarlos en un ataque de rabia, podría ser una forma de confrontar nuestros sentimientos, al transformarlos en algo externo y concreto, tangible, visual, audible, olfativo. Un buen ejemplo del papel de la agresión en la sublimación lo proporciona el pensamiento de Henri Matisse cuando decora la capilla de Vence: “Si no me despierto por la mañana con el deseo de matar a alguien, no puedo trabajar”.
¿Qué pasaría si se canalizaran esas emociones de enojo o agresividad en algún tipo de actividad física? Freud recuerda haber leído un pasaje en el que el poeta Heinrich Heine invoca a su amigo Dieffenbach, “quien siempre que podía atrapar un perro o un gato, le cortaba la cola por el puro placer de cortar, aunque más tarde fue perdonado, ya que la misma alegría de cortar lo convirtió en el mejor cirujano de Alemania”. Freud concluye que Dieffenbach se condujo de manera similar durante toda su vida; sin embargo, transformó el daño sádico en beneficio; se le ocurrió describir dicha transformación en términos químicos de sublimación.
La sublimación es un proceso complejo. De acuerdo al psicoanalista Jacques Lacan, la sublimación nos acerca al borde de un vacío sin nombre, da el ejemplo del cántaro del alfarero que adquiere su forma receptiva al encerrar un vacío. Otro ejemplo son las pinturas rupestres, en las que un agujero en la piedra se convierte en pupila del ojo del animal. Así, el entorno creado y el real se entrelazan—el simbolismo del arte paleolítico evoca la ansiedad de separación y el miedo a la muerte—. Toda sublimación gira en torno a este vacío. Como proceso individual de transformación, es un recurso que nos permite obtener una reconciliación de polaridades. Fomenta el sentimiento de seguridad. Sublimar es lo que hacemos, las más de las veces sin ser conscientes de ello, y solo nos damos cuenta cuando sus efectos nos conmueven.