Infantilismo, paranoia y desinformación
Por Jordi Nieva-Fenoll, catedrático de Derecho Procesal de la UB.
Una de las características más visibles -y risibles- del comportamiento infantil es el egoísmo. Un niño parece que está solo en el mundo. Todo lo quiere para él, pasa siempre el primero, empuja para llegar antes que los demás, acapara comida y no le preocupa su aseo personal o si puede manchar o romper algo. Hasta disfruta con ello. Son conductas que se van corrigiendo conforme va aprendiendo el mecanismo de la empatía.
Algunos no lo aprenden nunca, y arrastran ese individualismo en la adolescencia hasta la edad adulta y aún después, cronificándose incluso. Esa falta de empatía es la que trae la ausencia de la noción del bien común. La población española -y de otros lugares- es muy disciplinada, dado que en su enorme mayoría no se saltó un confinamiento que hasta la fase cero supuso una auténtica reclusión domiciliaria que hay dudas de si estaba en el límite de lo tolerable en una sociedad democrática.
Sin embargo, todos estamos observando cómo una parte demasiado importante de los jóvenes se siente invulnerable frente al virus. Socializan sin distancia de seguridad y practican deporte juntos, con un importante riesgo de contagio. Deben de pensar que las personas de riesgo con quienes conviven son invulnerables, lo que es un comportamiento infantiloide. No se hacen una pregunta básica en sociedad: ¿qué sucedería si todos hicieran lo mismo que yo?
Pero al mismo tiempo hay quien no se atreve a salir de casa -a veces ni a abrir la ventana- o que se indigna cuando ve a personas en espacios abiertos sin mascarilla, ignorando que las autoridades solo la recomiendan o imponen en espacios cerrados. Combinan una paranoia y una actitud autoritaria fruto de una educación en valores democráticos que revela las carencias en este sentido de nuestros gobiernos en las últimas décadas.
Las informaciones tampoco son claras. Hay mucho amarillismo científico en las redes. Y no se puede esperar que la población lea el BOE cada domingo o pueda cumplir las reglas si no son pocas y sencillas. Desorienta el auténtico jeroglífico de horarios y distancias que se pueden recorrer haciendo unas y otras actividades, deslizándose unos ciudadanos a la insolidaria relajación y otros a la psicosis autoritaria. Tampoco algunas incoherencias en las normas ayudan. Si se quieren evitar aglomeraciones, ¿por qué se dispone que puntualmente a las 20 horas todos los ciudadanos puedan salir a la calle? ¿Cuál es el peligro sanitario o de orden público desde las 11 de la noche hasta las 6 de la mañana?
Gobernar es muy difícil. Pero la noción del bien común sería más fácilmente transmisible a la población si las reglas fueran breves y diáfanas. Y, sobre todo, si se explicara con transparencia y de manera directa y coherente el porqué de esas normas. Estoy seguro de que se intenta, pero no se está consiguiendo. Hay que esforzarse por dibujar un horizonte, aunque el virus no lo tenga. En tiempos difíciles, la sencillez y la didáctica son imprescindibles.