¿Estado de alarma o de excepción encubierto?
Ha sido un error mayúsculo comparar la lucha contra la epidemia del coronavirus con una guerra.
Alguien se lo ha tomado al pie de la letra y está aprovechando el señuelo de proteger la salud para cargar contra otros enemigos presentes sólo en su ideario, llámese economía de mercado o libertad, hasta ahora protegidos en la Constitución. Alguien se ha creído que esta crisis es el caldo de cultivo perfecto para darle una vuelta al sistema circunvalando los derechos de los ciudadanos. Y es preciso que el Parlamento retome el control antes de que la verdad y la libertad ingresen en la UCI. El Gobierno está sometiendo los derechos de los ciudadanos a una presión desconocida en un régimen democrático. Ni la ley de la patada en la puerta ni la ley mordaza ni ningún otro asunto, que mereció en su momento las críticas furibundas de algunos sectores de la sociedad al poder, tenía entidad comparado con el asalto a las libertades que, a la vista de las iniciativas del Gobierno, se están perpetrando en nombre de la salud, tras declararse el estado de alarma. Muchos juristas consideran que el Ejecutivo está utilizando esta terrible coyuntura, aprovechando un Parlamento adormecido por la situación, para aplicar un auténtico estado de excepción por la puerta de atrás.
El estado de alarma contempla medidas transitorias y localizadas en espacio y tiempo, pero en ningún caso un confinamiento general de toda la población como el que se está dando ahora en este país, que está suprimiendo derechos fundamentales consagrados en la propia Constitución, como el derecho a la libertad o a la circulación, recogidos en los artículos 17 y 19. Habrá quien diga que la amenaza del coronavirus justifica casi cualquier cosa, pero no es así. Los pasos que está dando el Gobierno de Pedro Sánchez y el vicepresidente Pablo Iglesias denotan tics totalitarios que preocupan en amplios espectros de la sociedad civil, que ven detrás de esta operación un intento del socialpopulismo para transformar estructuras sin contar con la autorización ni la legitimidad.
Un estado de alarma no es una patente de corso para el Gobierno y requiere que, a la vez que se le otorgan poderes especiales, se refuerce también la capacidad de control del Parlamento para que ese Ejecutivo no vaya más allá. Ahora mismo, no sólo se están suprimiendo derechos fundamentales como se ha dicho sino aprobando medidas, por la vía del real decreto y cocinadas únicamente en el Consejo de Ministros, que exceden las competencias otorgadas al Gobierno. Se pueden establecer requisas transitorias, pero no fijar una norma general como se ha hecho con el decreto de alquileres. La propia utilización de las prórrogas del estado de alarma están suponiendo una anormalidad, al exceder con mucho el periodo propuesto inicialmente, superando también el previsto en el estado de excepción que es de treinta días, con una prórroga de otros treinta.
El coronavirus tiene aturdida a la sociedad, pero esto no es excusa para bajar la guardia porque además de la salud, es la democracia la que está en juego. Que se pretenda controlar a los ciudadanos a través de los teléfonos móviles, que se proponga el aislamiento masivo de positivos sin ninguna cobertura legal para ello, que se atente contra la transparencia un día sí y otro también o que se quieran establecer inquisiciones desde el Estado para dictar quién miente y quién dice la verdad son movimientos que denotan la presencia de otros virus ya descritos en películas como La vida de los otros. Algunos sistemas de recogida de datos de personas que el Gobierno quiere poner en marcha ponen los pelos de punta a los expertos por el poder que atribuye al Ejecutivo frente a los ciudadanos. Sistemas que, además, se instauran con el argumento de combatir la pandemia, pero que será difícil desmantelar una vez desaparezca ésta. Si Pablo Iglesias criticaba hace tiempo la existencia de supuestas cloacas en el Estado, desde que ha llegado al poder da la impresión de que, lejos de desmantelarlas, está dispuesto a ampliar la “red de saneamiento” para poder tirar el mismo de la cadena. El Parlamento es el que ahora tiene que poner freno a esta deriva. IÑAKI GARAY (Expansión)