¿Duele menos la muerte de un amigo que la de un familiar?
El impacto del fallecimiento de una amistad depende del vínculo que teníamos con esa persona, pero la huella puede ser profunda y revolver la concepción de nuestra propia vida y muerte.
POR PATRICIA FERNÁNDEZ MARTÍN, psicóloga clínica
Un día recibes la noticia. Silvia, Diana, Óscar o Sonia han fallecido. “¿Cómo? Si fuimos juntos al colegio, si tiene mi edad, si estuvimos cenando hace nada… ¿Seguro?”. El shock hace dudar de si uno ha entendido bien. Cuando se trata de una muerte inesperada, el impacto resulta aún más desgarrador. No es infrecuente preguntarse por qué le ha sucedido a él o ella y no a uno mismo. El duelo lleva a la confrontación de la realidad de nuestra propia muerte. Implica replantearse el sentido de la existencia y pone a prueba las creencias filosóficas o religiosas de cada cual. La sensación de injusticia aumenta cuando se trata de alguien joven. También la sensación de miedo o de angustia. Quizás la desaparición de esa vida hace que, de repente, uno sienta más presión por aprovechar la vida propia.
El fallecimiento de un amigo es considerado menos doliente que el de un familiar, pero dependerá del tipo de vínculo que se haya establecido con esa persona o lo que signifique para cada cual. A veces, un dolor sin parentesco se hace igual de incómodo y profundo. Harold Ivan Smith es un autor especialista en duelo. En su libro Grieving the Death of a Friend (Duelo por la muerte de un amigo) describe que perder a un amigo supone tener que decir adiós a lo más placentero y sincero de la vida para muchas personas. El desequilibrio vital puede dejar una huella duradera. Este autor habla de la necesidad de reconocer el daño que causa dicha pérdida. Lo ideal es disponer de un tiempo y espacio de recogimiento para integrar lo sucedido. La prevalencia de emociones negativas de ira y de rabia puede alterar la rutina durante un tiempo. Es importante dejarse cuidar por el resto de los amigos o por la familia. Hablar, a su vez, con la familia del amigo fallecido para recordar lo que ha significado para uno facilita el desahogo. Lo mismo que hablar con los propios amigos para que todos puedan expresar cómo se sienten. Es importante decir adiós. Al igual que se incorporan nuevos amigos a la vida, hay que despedirlos. Los rituales se han diseñado para exteriorizar y compartir el dolor, aunque las fuerzas flaqueen. En ellos se refuerzan los vínculos y se recuerda que el tiempo pasa, aunque no lo notemos. El tejido de afectos que esa persona construyó es lo que más consuela. Mientras se va procesando lo sucedido, toca actuar. Lo primero es comunicar la muerte a otros. Cuesta elegir las palabras correctas y transmitir el mensaje. La incredulidad se extiende.
Hay personas que se sienten incómodas en estas situaciones dolorosas. Los expertos recomiendan que, si se duda sobre cómo actuar, es mejor no hablar demasiado y limitarse a abrazar o a llorar la pérdida.
Independientemente del significado que cada persona otorgue a la muerte, es inevitable sentir tristeza y pena por los momentos que uno mismo y los demás ya no podrán compartir con él o ella. Impacta caer en la cuenta de que el proyecto de vida que se ha construido en años de amistad o incluso desde la niñez forma, de repente, parte del pasado. En palabras del psicoanalista inglés John Bowlby, “la pérdida es una de las experiencias más dolorosas que un ser humano puede sufrir. No solo por lo que se experimenta, sino también por lo que es ser testigo”. Durante el acto de despedida pueden aparecer también sentimientos de culpa por no haber pasado más tiempo junto a esa persona, o de responsabilidad respecto a los familiares a los que se ha de cuidar.
En el silencio de la ausencia, ayuda revivir las anécdotas vividas junto a esa persona y repasar su trayectoria, que puede ser parecida o diferente a la de uno. Y agradecer lo que le haya inspirado y aportado a uno mismo. Es mejor focalizarse en los instantes felices y evitar reforzar momentos traumáticos. Hay a quien les ayuda escribir un libro de recuerdos o lanzar una cadena de correos electrónicos con anécdotas que puedan leer, por ejemplo, los hijos de la persona fallecida en un futuro. A otros les protege subliminar el dolor en actividades creativas como, por ejemplo, pintar.
Elisabeth Kübler-Ross es una figura de referencia en el ámbito del abordaje del duelo. En su libro Sobre el duelo y el dolor habla de las reacciones comunes a la pérdida. Remarca que no hay una forma única de vivirlo. Nuestro duelo es tan propio como nuestra vida. Las etapas son reacciones a sentimientos que pueden durar minutos u horas mientras fluctuamos de una a otra. Ella define cinco etapas: negación, ira, negociación, depresión y aceptación. De alguna manera, el atravesar dichas fases se parece a lo que Ana María Matute retrata en su célebre cuento El niño al que se le murió el amigo. Gestionar el dolor está relacionado con el proceso de madurar.
El autor mexicano Juan Villoro describe en su libro El vértigo horizontal una escena en la que se despide a un fallecido: “El entorno aludía a los descomunales esfuerzos que, a través de los siglos, la especie ha hecho para sobrellevar el inevitable ultraje de la muerte. En ese clima, Julián dijo: ‘¿Puede el dolor borrar las alegrías procuradas por quién desaparece?”. Como dice este pasaje, la memoria de las alegrías ayudará a sobrellevar los momentos de ausencia. El vínculo de la amistad se antepondrá siempre al desconsuelo. Por eso hay que cultivarla a diario.