Conclusiones sobre la cloroquina
Por Savador Macip, médico investigador de la Universidad de Leicester.
Parece que los primeros fármacos que realmente nos servirán en esta pandemia no detendrán el virus, sino que salvarán vidas evitando las complicaciones frecuentes
Hace unos días publiqué un artículo sobre la cloroquina como tratamiento para el covid-19. Desde entonces, han pasado tantas cosas, sobre todo durante una intensa primera semana de junio, que me veo obligado a escribir la segunda parte para actualizar (y espero que cerrar) la cuestión. Empiezo resumiendo dónde nos habíamos quedado.
La cloroquina y sus derivados son fármacos que se han estado dando rutinariamente desde el principio de la pandemia en personas infectadas por SARS-CoV-2 sin que hubiera ningún dato que demostrara que servía para nada. La razón era una tenue hipótesis que decía podía frenar la propagación de este y otros virus. Los estudios para comprobarla estaban en marcha y, finalmente, el primero se publicó a finales de mayo en ‘The Lancet’. Aseguraba que la cloroquina no solo no era útil si no que aumentaba la mortalidad de los enfermos de covid-19. La noticia corrió como la pólvora y yo escribí mi comentario el domingo 31 de mayo celebrando que se hubiera resuelto la duda.
Investigación inventada
Pero algo no cuadraba. Científicos de todo el mundo (incluidos algunos que trabajan en Barcelona) escudriñaron la información clave que aparecía en el apéndice del artículo y se dieron cuenta de que era imposible. Hablaba de un número irreal de pacientes en todo el mundo y unos tratamientos que no eran factibles. Parecía que alguien lo había inventado todo. Tirando del hilo, unos periodistas vieron que detrás del engaño había una pequeña compañía americana que se suponía que había procesado los datos, pero que en lugar de analistas tenía una escritora de ciencia ficción y una modelo erótica como empleadas, y un director megalómano con un pasado oscuro. El lunes 1 de junio saltaba la liebre y la revista, avergonzada, retiraba el artículo al cabo de poco.
Volvíamos a estar en el punto de partida: no sabíamos si la cloroquina funcionaba. El misterio duró poco, porque el 4 de junio aparecía otro trabajo que demostraba que no servía para evitar desarrollar la enfermedad si habías estado expuesto al virus. Recordemos que Donald Trump se lo estaba tomando precisamente como prevención. Los resultados eran sólidos (y los confirmaría unas semanas después un estudio clínico de un grupo catalán). Finalmente, al día siguiente, un análisis realizado en 5.000 pacientes demostraba, esta vez sí, que las personas enfermas de covid-19 no mejoran si les das cloroquina.
¿Qué conclusiones podemos sacar? Primera, que las prisas no son buenas. La presión hace que se publiquen datos que no se han comprobado con rigor (una revista tan prestigiosa como ‘The Lancet’ no se deja marcar este tipo de goles habitualmente), al igual que hace que se administren fármacos que nunca deberían haber llegado los enfermos. Segunda, que la ciencia se autorregula bastante bien. El escrutinio al que se someten los artículos relevantes hoy en día, por parte tanto de los propios científicos como de la prensa y el público, hace que sea muy difícil hacer pasar gato por liebre, como tal vez era más frecuente antes. Normalmente se tarda poco a cazar los estafadores (lo que hace pensar como alguien puede ser tan estúpido para intentar un engaño de esta magnitud). Tercera, y quizá la más importante, que la cloroquina no protege contra el covid-19, ni lo cura. En este sentido, la conclusión principal de mi primer artículo no ha variado: no se debía haber usado hasta haber hecho las pruebas pertinentes.
Parece que los primeros fármacos que realmente nos servirán en esta pandemia no detendrán el virus, como se esperaba que hiciera la cloroquina o como hace el remdesivir (aunque es demasiado caro, complicado de administrar y poco efectivo como para darse masivamente), sino que salvarán vidas evitando las complicaciones frecuentes. Se ha publicado estos días que la dexametasona (un corticoide barato conocido desde hace décadas) o los inhibidores de una proteína llamada BTK (unos fármacos que se dan para la leucemia) frenan lo que se conoce como tormenta de citoquinas, una respuesta inmune exagerada que, en lugar de protegernos contra el virus, ataca los propios órganos y puede provocar la muerte. Del mismo modo, unos simples anticoagulantes pueden proteger en los casos más graves, evitando que se formen unas trombosis que a menudo son letales.
Nada de esto es la solución que esperábamos, pero ayudará a reducir el número de víctimas, que aún podría aumentar considerablemente. Recordemos que la pandemia sigue activa en muchos lugares y ya hemos empezado a ver rebrotes en los países que la habían superado. Mientras no llegue la vacuna, esto es lo que nos ofrece la ciencia que, a pesar de algún tropiezo, avanza tan rápido como puede.